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    Transición. Crítica de El Imparcial

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    TRANSICIÓN

    Transición, de Julio Salvatierra y Alfonso Plou:
    El manicomio de la política

    La colaboración de L’Om-Imprebís, Teatro Meridional y Teatro del Temple, junto al Centro Dramático Nacional, rescata para nuestros escenarios episodios fundamentales de la reciente historia política española.

    Por RAFAEL FUENTES. 02-12-2012. Crítica de El Imparcial

    Transición, de Julio Salvatierra y Alfonso Plou
    Directores de escena: Carlos Martín y Santiago Sánchez
    Escenografía: Dino Ibáñez
    Intérpretes: Antonio Valero, Elvira Cuadrupani, José Luis Esteban, Balbino Lacosta, Álvaro Lavín, Carlos Lorenzo, Eva Martín y Eugenio Villota
    Lugar de representación: Gira por España

    A diferencia de otros países de nuestro entorno, no es fácil ver reflejados en nuestros escenarios a personajes políticos que hayan marcado de forma determinante nuestra historia reciente. Transición es un espectáculo que rompe ese extraño tabú, poniendo en escena a la figura de Adolfo Suárez, en una presentación tan explícita como fugitiva, tan contundente como poliédrica. Julio Salvatierray Alfonso Plou han procedido a superar ese tabú escénico evitando mostrar a un Adolfo Suárez histórico, perdido en el pasado, inactual: por el contrario, lo vemos vivo, sometido a la controversia del presente y con ese perfil trágico que el paso del tiempo hace cada vez más nítido. Un perfil que hace acto de presencia desde el instante en que se han de reconstruir las memorias de un gran personaje que ha perdido, justamente, su memoria, edificando una parábola de la lucha por impedir que nuestros grandes hechos se borren en la indiferencia hasta convertirnos en unos desconocidos para nosotros mismos. El Presidente de la Transición encarna en sí mismo esa aniquilación trágica del recuerdo y se transforma en una metáfora perfecta de una sociedad que trivializa los acontecimientos clave que la han configurado como tal como es y que tiende a una amnesia de efectos autodestructivos.

    ¿Cómo recuperar la memoria a través de aquel a quien, paradójicamente, la enfermedad se la ha arrebatado de una forma tan devastadora? El argumento de Transición recurre aquí a una estratagema de genuina raigambre teatral. Adolfo Suárez se ha convertido en un loco que se cree Adolfo Suárez y los fogonazos que nos recuerdan momentos decisivos de nuestra política, junto al debate que hoy siguen despertando, se desarrollan dentro de las cuatro paredes de una clínica psiquiátrica, entre enfermeros, locos y dubitativos doctores en un ámbito lúdicamente desquiciado. No supone un desprecio inscribirlo en los muros de un manicomio —por más que la actividad política parezca desenvolverse, muchas veces, con la lógica de un sanatorio psiquiátrico-, sino que nos remite a una brillante tradición escénica donde la verdad se descubre precisamente en los destellos visionarios de la locura. En la tradición española, no pocos dramas de Lope de Vega exploraron ese recorrido que se remontaba a las fiestas medievales de subdiáconos —fiestas de los locos o de los Asnos, en torno a la Epifanía- y que se han prolongado hasta hoy con textos geniales como el Enrique IV, de Luigi Pirandello, o el Marat-Sade, de Peter Weiss, con su Revolución interpretada por actores elegidos entre los dementes de una casa de salud.

    Quizá sea el Enrique IV de Pirandello el que se halle más próximo a Transición, a partir de ese actor que representando a Enrique IV se golpea de tal forma que se cree Enrique IV hasta el punto de que sustituye la experiencia de Enrique IV por la suya, viéndolo y siéndolo con mucha más autenticidad que él mismo. Este ardid permite a los autores evitar una valoración cerrada y sectaria de la época y del protagonista que nos muestran. La estructura básica de Transición es la del Teatro-documento, recolectando hechos y frases históricas. Pero ese género teatral suele decantarse hacia dramas combativos de denuncia, por lo general propensos a lo maniqueo. En Transición, por el contrario, ese Adolfo Suárez en un sanatorio psiquiátrico donde cree ser Adolfo Suárez, introduce la ambigüedad, la apertura mental, la valoración abierta y la supresión de cualquier maniqueísmo.

    El Adolfo Suárez que se cree Adolfo Suárez aparece poliédrico, un improvisador, un malabarista, un héroe y un jugador con cartas marcadas, un arribista y un adalid de los valores democráticos, todo ello y todo lo contrario a la vez. El público debe juzgar sin conclusiones preestablecidas. Los anuncios de la época, sus eslóganes, canciones y programas televisivos actúan como un cebo placentero y nostálgico con que se atrae a los espectadores a ese apetito de conocimiento y valoración propia que Transición despierta en ellos: una obra política no sectaria, cosa extraña en nuestros días.

    Quizá por eso Transición remarca un gesto central en su Adolfo Suárez que se cree Adolfo Suárez: su mano siempre tendida al saludo y al apretón de manos, que con mucha frecuencia se queda desamparadamente ofrecida en el aire sin que encuentre una respuesta entre la crispación de los demás. Esa es la única lección incontrovertible que nos ofrece esta sugestiva Transición: la del hombre que siempre tendía la mano, incluso cuando fue devorado por su propio éxito personal. Algo similar a una trágica autodevoración hasta transformarse en una sombra de sí mismo. Una silueta que continúa ofreciéndonos aquello que más se echa en falta en el verdadero manicomio en el que se ha convertido la política del presente: una auténtica mano tendida al adversario.

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