Orgullo para una profesión.
Resulta abrumador comprender que de casi todo hace ya veinte o veinticinco años. Más abrumador resultaba hace veinticinco años preguntarse dónde estaríamos dentro de veinticinco años. Y optimista hasta lo temerario resulta hoy barruntar dónde estaremos dentro de veinticinco.
He seguido, más de lejos que de cerca, ay, la trayectoria de Teatro del Temple a lo largo de estos, sí, veinticinco años. Conocí a Alfonso Plou viendo el primer montaje de Laberinto de Cristal, en los Encuentros de Cabueñes (qué gran pérdida), tras obtener el “Marqués de Bradomín”. Esto fue en verano de 1984. Después, La Ciudad, Noches y Pájaros, en la añorada Sala Olimpia. Y luego, encuentros esporádicos, siempre gratos y demasiado infrecuentes, aquí y allá: mesas redondas, estrenos, festivales…
Para los que desarrollamos nuestra actividad en Madrid, lo que se hace más allá de la M30 siempre queda, nostra culpa, muy lejos. Trataré de disculparme con que bastante difícil es mantenerse al día de lo que aquí se cuece.
Pero Teatro del Temple recalaba periódicamente por la ensimismada capital, trayendo muestras de su buen hacer, y sobre todo de la amplitud de sus miras. Además de las obras de Alfonso y otros autores contemporáneos, su trabajo en la revisitación de los clásicos ha sido siempre estimulante: recuerdo con especial agrado la versión de Luces de Bohemia que vi en el actualmente llamado Teatro Fernán Gómez. Y he tenido ocasión de acudir a su llamada en otros lugares como el Teatro Galileo o el Teatro María Guerrero, lugar este último donde ofrecieron, en colaboración con otras compañías, la muy interesante Transición.
Basta con echar un vistazo al impresionante currículum de la compañía para ser conscientes de que lo suyo ha sido una labor titánica, sólo explicable en base a un entusiasmo y capacidad de trabajo a prueba de bomba (¿procede aludir a tópicos acerca de los aragoneses?), talento y una capacidad de conectar con la sociedad en cuyo seno se desarrolla, día a día, la labor de la compañía.
Porque es imposible hablar del Teatro del Temple sin hablar de Zaragoza, ya que, a día de hoy, la compañía, felizmente instalada en el Teatro de las Esquinas, ha convertido ese espacio en uno de los principales activos culturales de esa ciudad. Hay una generación entera de zaragozanos que han crecido teatralmente al amparo del Teatro del Temple, que cuida a su público desde los primeros pasos, con su cuidadoso trabajo para los espectadores más jóvenes, con su atención por las figuras históricas y versiones de clásicos; y terminando por su inteligente repertorio para público adulto.
Ignoro las vicisitudes que la compañía habrá tenido que pasar en sus relaciones con la administración local y autonómica. Pero no cabe duda de que para llegar tan lejos ha habido que hacer un derroche de paciencia, tesón, resistencia a la frustración y capacidad de adaptación. Eso que ahora se llama resiliencia.
De manera inevitable (e injusta, por lo que pido disculpas) asocio el Teatro del Temple de manera casi exclusiva a la figura de Alfonso, colega dramaturgo, miembro de nuestra Asociación, y admirado compañero en esta larga carrera. Empezamos casi a la vez, y ahí seguimos. Disfruté de su hospitalidad y la de sus compañeros en una visita al Teatro de las Esquinas, envidié su orgullo y entusiasmo, y comprobé lo bien que le sientan los años.
Lo bien que le sientan a él y al Teatro del Temple, a quien deseo larga vida y felicito por estos veinticinco fecundos y más que meritorios años. Enhorabuena a todos sus componentes, a todos los y las que trabajan o han trabajado para que la emblemática nave haya seguido su rumbo.
El Teatro del Temple encarna lo mejor de lo que somos capaces de hacer. Es un orgullo para una profesión tan dada a la (a veces justificada, pero en general estéril) queja.
Os mando un abrazo.
Ignacio del Moral,
Presidente de la Asociación de Autoras y Autores de Teatro