EL TEMPLE: EL TEATRO O EL TEMBLOR DEL MUNDO.
Como diría Baltasar Gracián es importante saber escuchar las verdades. Oírlas, ponerlas en cuestión y aceptarlas. El Teatro del Temple nació en 1994 con la idea de desplegar su verdad escénica, no unidireccional o rígida, sino muy abierta. Carlos Martín se había forjado en Zaragoza y en el Piccolo de Milán; Alfonso Plou era una de los grandes dramaturgos jóvenes españoles, de acento lírico inicialmente, pero capaz de atreverse con otras latitudes: el teatro histórico, la alegoría poética y social, el teatro con ecos en Brecht, y se mostró susceptible de revisar figuras tan distintas como Goya, Buñuel, Lorca y Dalí, Pablo Picasso y Dora Maar o Andy Warhol. Y María López Insausti, que había sido actriz, asumió las labores de producción. Ellos son el núcleo de partida de la compañía, que también se ha ido configurando con otros nombres propios y con un equipo que se ha ido multiplicando y diversificando.
El Teatro del Temple cumple 25 años y lo celebra ahora. A lo largo de 2019. Conmemora, por ejemplo, casi 40 montajes, una veintena de países del mundo recorridos ¿Cuál ha sido su línea? De entrada, contemporánea, exigente y sólida. El Temple, tras el paulatino adiós de Teatro de la Ribera y del Teatro Estable, tan guadianesco en los últimos tiempos, vino a renovar la escena mediante apuestas ambiciosas, textos muy trabajados, riesgo en las dramaturgias y la presencia de actores que han ido creciendo espectáculo a espectáculo. El Teatro del Temple ha crecido en varios frentes: jamás ha desdeñado el hontanar del origen ni algunas de las figuras claves de Aragón; lejos del aprovechamiento político excluyente, se ha acercado a los personajes para darles aún más vuelo y crear una abstracción plena, universal y amplia. Lo hemos visto en Goya, en Rey Sancho o, claro, en Picasso adora la Maar. La historia y la meditación sobre un personaje han convivido con la depuración formal, con la imaginación, la energía y una sutileza que nunca ha sido blanda.
A lo largo de estos años, especialmente en la primera década, el Teatro del Temple despegó con fuerza y se convirtió en una de las grandes compañías aragonesas. Cada montaje era un acontecimiento: detrás había reflexión e indagación, escritura escénica y dramaturgia, osadía y búsqueda, afán de afirmación. Nada parecía hacerse con prisa, afectación o a humo de pajas. El prestigio fue creciendo y no tardaron en llegar las nominaciones y los galardones.
El Temple, con el paso de los años, se ha convertido en una factoría de espectáculos. En su programación ha cabido, y cabe, un poco de todo: el teatro de autores clásicos o modernos, desde Calderón de la Barca, Moratín, Valle-Inclán o Lorca; Alfonso Plou ha sido el escritor de teatro de fondo, pero también han hecho su aportación José Luis Esteban; ha hecho musicales, montajes poéticos, convencionales y transgresores, han colaborado con muchas compañías y también con actores nacionales, y han ensayado diversas formas de crecimiento y de profesionalización. Ya consolidados del todo, con Che y Moche, el Temple ha empezado a gestionar el Teatro de las Esquinas. Eso, de entrada, parece haber reorientado la línea de trabajo, pero tampoco tanto: la compañía ni se ha acomodado ni ceja en sus empeños, ahí está ese penúltimo ‘tour de force’ que es el montaje de El Criticón o la recuperación de La vida es sueño, un montaje que se ha ido ajustando con el paso de las representaciones.
El teatro es emoción cercana, intensidad, deslumbramientos, crónica directa o elíptica de la realidad, la vida en escena con su verdad desnuda. El Teatro del Temple está ahí, en alerta permanente y con muchos frentes abiertos: la responsabilidad de configurar buenos, eclécticos y variados menús de programación, la pedagogía, la creación, una política cultural permanente (que ejerce sin voluntad de adoctrinamiento ni tampoco solo a beneficio de inventario), el impulso que no se desvanece para hallar en el público a un interlocutor esencial, de esos que con su actitud y con su complicidad fortalecen el oficio y ayudan a mejorar el mundo.
Otra verdad: 25 años no son nada y a la vez son toda una eternidad y una de las páginas inolvidables de un álbum de recuerdos y de certezas que ya no se desmoronarán jamás. El teatro pone en acción y en directo el temblor del mundo.
Antón Castro
Periodista Cultural.