TEATRO DEL TEMPLE O EL CONOCIMIENTO PROFUNDO DEL OFICIO.
Escribo estas líneas algo griposo y destemplado en estos días fríos de febrero para soplar con ilusión y buena memoria las 25 velas de Teatro del Temple. En realidad, cuando yo conocí hace menos de diez años a uno de sus socios fundadores, al dramaturgo Alfonso Plou, en un certamen de teatro breve en el Valle de Hecho, ya llevaban recorridos muchas jornadas de teatro por España, Europa y América. Habían paseado por medio mundo y especialmente por muchos países de América Latina, con sus funciones de Goya (97), Buñuel, Lorca, Dalí (2001-2004), Picasso adora la Maar, obras que yo nunca tuve la suerte de ver sobre los escenarios, y que he conocido en su versión libresca y ojalá tuviéramos ocasión pronto de ver alguna reposición de aquellos grandes textos de Alfonso.
Y sería imposible comentar una por una todas las producciones en que se han embarcado Carlos Martín, María López Insausti y Alfonso Plou, con sus actores incondicionales como Jota, Mariano Anós, Ricardo Joven, por citar, algo injustamente, a los que más conozco y más ahora que han varado un buque llamado Teatro de las Esquinas en el barrio zaragozano de Las Delicias.
He sido testigo gozoso en cinco ocasiones de una de sus funciones más emblemáticas, y a veces ninguneada, cuando se registra en la prensa actual la historia de los recientes y efímeros traslados de Valle-Inclán a la escena. Su inolvidable Luces de Bohemia, que resucita con un hálito poderoso la palabra luminosa y oscura de Valle- Inclán y que llega por igual al público adolescente y al público adulto sin hacer concesiones ni abaratar el texto ni el montaje. Todo lo contrario. Con un derroche de sobriedad: cuatro paneles rodantes que acotan cada una de las estaciones del Vía Crucis de Max Estrella por el Madrid absurdo, brillante y hambriento de 1920. Con ocho actores de una versatilidad abismal que se multiplican en muchos personajes de naturaleza muy diversa y con una dirección sabia y comedida de Carlos Martín, consiguen que Luces de Bohemia y Valle Inclán sean nuestros contemporáneos y que las noticias de los periódicos se tornen viejas ante el bisturí implacable del creador del esperpento.
Y lo más increíble, es que a veces se imponen desafíos heroicos e insensatos, como sacar teatro y espectáculo de donde aparentemente no hay ni una gota, como en su último proyecto El Criticón, la obra filosófica de Gracián, un texto denso y barroco, que tuve que abandonar cuando estudiaba cuarto de Filología Hispánica.
Y por esa dilatada trayectoria, su relectura gozosa, desacomplejada y descomedida de las comedias y textos clásicos, su participación en numerosos festivales, su presencia constante en los exigentes escenarios madrileños, y por un conocimiento y amor profundo de todos y cada uno de los oficios teatrales, el Teatro del Temple nos deja, nos ha dejado y nos seguirá dejando huella. Y muy especialmente, porque en cada uno de sus montajes buscan ese frágil equilibrio entre lo más nuevo y lo más viejo del teatro español y europeo sin despreciar la tradición ni idealizar la modernidad.
Alberto de Casso
Dramaturgo.